viernes, 23 de abril de 2010

La rueda

Gira, gira; la rueda del carruaje gira. En su ensoñación, recorre el sendero teñido de tonos verdosos, cobrizos y amarillentos, e imagina que avanza. Ella se siente dueña de sí misma y ama incuestionable de los caminos que transita, del cantar de las aves y el crujir de las ramas que la acompañan.

Pobre infortunada, es la pequeña ilusa. No advierte que no es ella la que se desplaza.

Gira, gira; la rueda del carruaje gira. Aunque sueña que viaja, su posición no varía.

En su incesante órbita no le es posible desafiar la cruel realidad.

Una y otra vez, la rueda del carruaje vuelve a girar. Pero de su eje, no ha de escapar jamás.

viernes, 16 de abril de 2010

Adios... ¿amor?

-Ella no lloró, -pensé.

-"Lo nuestro no da para más, es mejor que terminemos"

Tantas veces repetí en mi mente la escena, preocupado por no poder elegir las palabras adecuadas, alarmado por su posible reacción. Tantas veces; y, en cada uno de los factibles escenarios que yo había tejido, ella terminaba llorando: en algunos, un río de lágrimas corría por sus mejillas mientras se daba vuelta y se iba corriendo lejos de mí; en otros, su miraba de desprecio y sus insultos desgarraban con fuerza el alma del monstruo en que yo me había convertido para ella con mi "traición". Y yo, siempre, intentaba consolarla, calmarla o convencerla de que era la mejor decisión; de que todavía la quería, pero que mi cariño no era suficiente para continuar; de que no había otra, sino que simplemente estaba cansado de nuestras peleas, harto de sentirme aprisionado continuamente, y necesitaba un tiempo para mí. Ella me asfixiaba. O al menos, eso creía.

Aún así, yo, yo la conocía mejor que nadie. Sabía que la iba a lastimar. Sabía que no iba a saber entender mis razones, y que iba a persistir en su idea de que lo intentáramos nuevamente, de que nos diéramos otra oportunidad. Yo lo sabía. Por eso intentaba definir cuál era la manera más sutil -pero clara- de decírselo. Temía su reacción ante mis hirientes palabras y, al mismo tiempo, quería que sufriera lo menos posible.

Yo estaba seguro de que iba a llorar. Pero me equivoqué.

Esa tarde en la que finalmente confesé mis verdaderos sentimientos y le puse un punto final a nuestra historia de amor, ella no lloró. Ella no me miró con desprecio, ni con dolor. Mientras yo hablaba, ella me escuchaba. Y al terminar mi monólogo, no dijo nada. En el mismo silencio que mantuvo durante mi discurso, se levantó de su asiento, dejó sobre la mesa el dinero para el café que había tomado, me dio la espalda, y -acto seguido- salió de la confitería como si yo no existiera, como si nada hubiera pasado.

Fueron apenas unos pocos segundos, pero yo los sentí como interminables minutos. Al verla partir, al darme cuenta de que se alejaba para siempre de mí y de que me iba a olvidar como se olvida todo aquello que es despreciable e intrascendente, sentí una puntada en el pecho.

Quise correr tras ella. Quise detenerla y preguntarle lo que sentía, lo que pensaba, y no me decía. Quería que me dijera por qué no había llorado ni se había enfadado, como yo imaginaba que iba a hacer. Su indiferencia tajante me devastaba.

Al verla partir, me percaté de que lo que en realidad quería era tener la certeza de que yo le importaba. Necesitaba un empujón suyo que se empecinase en hacer funcionar nuestra relación una vez más, un empujón que me demostrara que valía la pena.

Quise correr tras ella y detenerla; pero no pude hacerlo. Ya había soltado su mano; yo mismo la había apartado de mí, y ahora tenía que dejarla ir.

Ese día fue el último día en que supe algo de ella.

Esa mirada de desinterés total y su espalda alejándose de mí fueron lo último que vi. Porque quise ir tras ella, pero no pude moverme.

Me quedé estupefacto, repitiendo para mí "ella no lloró, ella no lloró".