martes, 8 de junio de 2010

El misterio de las lágrimas

Esa noche fue a su habitación, apagó la luz, se recostó sobre la cama, se tapó con las frazadas hasta cubrir su rostro, le dio play al mp3, y sólo entonces empezó a llorar. Las lágrimas florecieron de su alma sin control. No entendía bien por qué, pero sentía una angustia profunda en el pecho que la asfixiaba, que no podía soportar.

En la oscuridad de su cuarto lloró cómo hacia rato no lloraba; con un ritmo irregular, tratando de reprimir sus sollozos para que él no la escuchara.

No quería que él la escuchara. No quería que se preocupara por ella cuando la viera en ese estado de aflicción, ni que le preguntara qué le pasaba. Porque, ¿qué iba a responderle? Si ni ella misma sabía lo que le ocurría.

Lloraba por nada; lloraba por todo. O tal vez, en esos instantes, esa nada era más que su todo.

Lo cierto es que no podía parar las lágrimas que corrían por sus mejillas.

Es curioso cómo a veces no existen palabras que puedan explicar lo que a uno le sucede. Simplemente le pasa. Siente, sin poder describir qué.

martes, 1 de junio de 2010

Otra escena taciturna

Recuerdo claramente el sonido agitado de mi respiración. Recuerdo cómo el fuerte viento chocaba contra mi rostro y despeinaba mis cabellos.

No me acuerdo exactamente en qué estaba pensando, pero yo corría.

A pesar de la lluvia que me empapaba de pies a cabeza, corría y seguía corriendo con todas mis fuerzas. No me importaba nada más que llegar a la cima de la colina. Tal vez, porque pensaba que ella estaría allí… O tal vez porque tenía la certeza de que así sería.

-Esté o no esté ahí, por favor que no esté sola.-pensaba.

Quería encontrarla, pero deseaba fervientemente que no estuviera sola. La posibilidad de que así fuera me oprimía y me hacía sentir muy intranquila.

Corrí y corrí. Mis pisadas, cada vez más fuertes y apresuradas, resonaban contra el anegado sendero.

Entonces, llegué.

Y ahí la ví.

Tal como pensaba, ella estaba sentada en su "lugar especial". Debajo del árbol de flores violáceas, mirando hacia la ciudad. Sin llorar. Sin reir. Contemplaba la escena, con una mirada ausente.

Me quedé observándola por unos segundos, hasta que finalmente notó mi presencia.

Cuando sus ojos se cruzaron con los míos, no me pude detener. Volví a correr, como antes, hacia ella. Me agaché y la envolví en un intenso abrazo.

Y mientras el cielo seguía tronando, ella, finalmente empezó a llorar.