jueves, 30 de septiembre de 2010

Marcas

Tendría cuatro o cinco años.

Recuerdo que ese día había venido a este parque con mi mamá. Ella trabajaba en el hospital de ahí en frente, y a veces tenía que hacer trámites. Seguro que la había acompañado para algo así.

Antes era diferente esta parte. Había unos juegos para chicos; de esos en los que uno puede treparse subiendo una especie de escaloncitos, y en un lado tienen un tobogán, una especie de caminito, el tubo como el de los bomberos... ¿te lo podes imaginar? Estaba re bueno.

Me acuerdo que yo estaba jugando, y quería seguir. Pero mi mamá se quería ir. Y me repetía una y otra vez que nos teníamos que ir. Hasta que se cansó y me dijo "bueno, vos quedate jugando, yo me voy".

En el momento no le creí. Una vez más trepé por los escalones y desde arriba, giré mi cuerpo hacia ella y la observé.

-No se va a ir; no me va a dejar, pensaba.

Pero ella seguía caminando. Entonces, me afligí.

Le empecé a gritar que me esperara, que no se fuera.

No quería quedarme sola.

Ella seguía caminando.

-¡Mamá!


Bajé del juego, y empecé a correr tras ella.

Como iba viendo su espalda, no prestaba atención a dónde pisaba. En un momento, tropecé, y me caí. El suelo, al menos en esa parte, era de tierra. Así que voló bastante polvo.

Me acuerdo que levanté mi vista para ver si ella había notado que me había caído, pero no. Ella seguía caminando, alejándose de mí.

Rápidamente me puse en pie, y volví a correr tras ella.

Tengo impresa en mi memoria esa imagen, de su espalda alejándose. En su momento me parecía que se alejaba de mí con rapidez, pero en realidad me parece que iba caminando lentamente. Son distintas las percepciones de los chicos.

La alcancé recién cuando ella llegó al cordón de la vereda. Ahí se detuvo a esperar que cambiara el semáforo para poder cruzar la calle.

-¡No me esperaste!, protesté.

-Te dije que nos teníamos que ir, pero no me escuchaste; vos seguiste jugando sin darme bolilla, me contestó.

Y entonces noté algo extraño.

-Siento algo en mi pierna, dije.

Miré hacia abajo, y ví un hilo rojo que bajaba por mi rodilla izquierda.

-¿Pero, qué? Ma...

Con mi mano derecha toqué su brazo izquierdo, intentando llamar su atención.

-Ma, mirá, ¿qué...?

Recuerdo que su semblante cambió completamente. Una mezcla de enojo y preocupación invadieron su rostro.

-¡Te lastimaste!, gritó.

Me había cortado con un vidrio, y no me había dado cuenta.

Inmediatamente, me tomó del brazo con gran fuerza. Ni bien cambió el semáforo, cruzamos la calle y fuimos al barcito ese, que está en la esquina. Me llevó al baño, y me sentó sobre el lavatorio. Fue en el instante en que el agua entró en contacto con mi piel, cuando realmente sentí el dolor.

Me dejó sentada ahí, esperando. Y mientras, ella fue a la farmacia más cercana a buscar algo con qué desinfectar y curar mi herida.

Todavía tengo la cicatriz.

Tempestad

Una tarde de primavera; oscura, gélida.

Yo, frente a la puera de casa, con el cabello desarreglado, húmedo; con mi piloto y mis botas escarlata.

Agitada.

Dubitativa.

Temía entrar.

Temía descubrir el peso de tus palabras.

Tomé la llave entre mis manos y la introduje en el cerrojo.

Respiré hondo.

Uno, dos...

El cielo tronó, desconcentrándome un momento.

Cerré mis ojos, y suspiré profundamente.

Tres...

Giré la llave, destrabé la puerta y, con cautela, la abrí lentamente.

Por unos segundos, me limité a observar las penumbras de la habitación sin dar ni un paso adelante.

Junté coraje, y entré.

Un silencio abrumador ensordecía la sala.

Otro trueno.

Esta vez, pude vislumbrar el destello del rayo que lo acompañaba en la ventana más cercana.

Ese pequeño hilo de luz iluminó por unos instantes la escena frente a mi.

Fue entonces cuando la tormenta llegó a mi alma.

Al contemplar la habitación abandonada, finalmente comprendí que ya no estabas.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Inter

¿Y si no quisiera soltarte? ¿Podrías escaparte?, le dije.

Ante mis palabras, se sobresaltó. Por unos segundos, un silencio un tanto perturbante se hizo presente. Fue como si el tiempo se hubiese detenido. Y ahí me di cuenta del peso de mis palabras.

Dudé.

¿Y si se enojaba conmigo? Estaba jugando, sí. Pero no podría negar que mi pregunta reflejaba mis verdaderos sentimientos en ese instante.

Ella, aún prisionera de mis brazos, se quedó inmóvil pensando. Finalmente, levantó su rostro y me miró a los ojos.

Intenté ver en su mirada alguna expresión que indicara molestia o enfado, pero la misma no comunicaba nada.

Sonrió; aunque no su habitual sonrisa enternecedora. Todo su semblante era desafiante.

-¿Es un reto?, me dijo.

Esa respuesta despertó en mí dos sensaciones: Tranquilidad, por un lado. Curiosidad, por el otro.

¿Qué haría, ella, para liberarse? Esperaba que forcejeara conmigo. Era la opción más lógica. Sin embargo, para mi sorpresa, no utilizó la fuerza bruta. Por el contrario, cada uno de sus movimientos fue suave y gentil.

Primero, sus brazos rodearon mi cuello. Lenta y delicadamente, su cuerpo se acercó aun más al mío. Me dio un cálido beso en la mejilla izquierda, y susurró unas dulces palabras a mi oído.

-Dulces palabras, me dijo.

Bueno, en principio fueron en broma, después en serio.

-Te quiero muuucho.

-Te quiero mucho. Te quiero mucho –repetí para mí.

Entonces, volvió a mirarme y sonrió, esta vez sí, su sonrisa enternecedora.

De pronto, dio un paso hacia atrás, y sus brazos se desprendieron de mi nuca. En su lugar, sus manos buscaron las mías.

Muy despacio, su mano derecha desprendió a mi mano izquierda de su cintura. Con la otra, levantó mi brazo derecho y, como una bailarina, dio una vuelta entera sobre sí misma dando un paso hacia atrás.

Y así, con gran elegancia, quedó en libertad, dijo de repente.

Hizo una reverencia. Y, cuando levantó la vista y me miró nuevamente a los ojos, su semblante dejaba ver una sonrisa pícara, idéntica a la de una niña traviesa.

Después de haberte robado una sonrisa, digo "adios, hasta la vista", sentenció.

Rió en voz alta, y yo no pude evitar acompañarla.

Se dio media vuelta, y empezó a alejarse.

Esperaba que se volviera hacia mí, pero ella siguió su camino como si nada hubiese pasado.

Qué injusta, pensé sonriendo.