jueves, 30 de septiembre de 2010

Tempestad

Una tarde de primavera; oscura, gélida.

Yo, frente a la puera de casa, con el cabello desarreglado, húmedo; con mi piloto y mis botas escarlata.

Agitada.

Dubitativa.

Temía entrar.

Temía descubrir el peso de tus palabras.

Tomé la llave entre mis manos y la introduje en el cerrojo.

Respiré hondo.

Uno, dos...

El cielo tronó, desconcentrándome un momento.

Cerré mis ojos, y suspiré profundamente.

Tres...

Giré la llave, destrabé la puerta y, con cautela, la abrí lentamente.

Por unos segundos, me limité a observar las penumbras de la habitación sin dar ni un paso adelante.

Junté coraje, y entré.

Un silencio abrumador ensordecía la sala.

Otro trueno.

Esta vez, pude vislumbrar el destello del rayo que lo acompañaba en la ventana más cercana.

Ese pequeño hilo de luz iluminó por unos instantes la escena frente a mi.

Fue entonces cuando la tormenta llegó a mi alma.

Al contemplar la habitación abandonada, finalmente comprendí que ya no estabas.

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